Vanidad. La virtud absoluta de todos y cada uno. Reconocemos nuestras vanidades en el espejo del otro pero pretendemos hacerlas nuestras, olvidando que somos el reflejo ajeno.

EL FILÓSOFO



      Absolutamente todas las cosas de este mundo tienen una razón de ser y un por qué. Hay personas curiosas que indagan en esos por qués de la vida simplemente por saber e intentar comprender. En cuanto sus preguntas son respondidas y su inquietud queda complacida clasifican los datos en su archivador mental y pasan a otra cosa. O a otra pregunta. Pero no quiero hablar de esa clase de personas. Hoy pretendo comprender yo misma, como buena curiosa, el por qué de la complejidad de otras mentes, que a mi modo de ver son más profundas o tal vez más retorcidas. Esas mentes que no se conforman con saber la razón sencilla y llana de las cosas, si no que necesitan ir más allá, explorando las entrañas de la comprensión y escarbando en los entresijos de las cuestiones más simples. Simples para nosotros, pobres mortales, no para ellos.

Hablo de los filósofos.

     Asomarse a la mente de un filósofo es toda una experiencia, y he de decir que al hacerlo peligra seriamente la sensatez de la gente como yo. Gente inocente. Gente que se conforma con poco. Un filósofo nunca se conforma, siempre quiere más. Es un avaricioso. Su sed de saber es extrema, poniendo en peligro su propia satisfacción personal porque casi nunca llega a un final concluyente. Percibo frustración. Una frustración voluntaria que roza el límite del masoquismo. O involuntaria quizá, porque el galope de su neurosis no es fácil de detener, ni por ellos mismos, y viajan por esta vida en un mar de preguntas que son la razón de su existencia sin que muchas veces puedan divisar una respuesta. Aunque, por supuesto, siguen buscando y no cesarán en su empeño hasta que una fuerza mayor como la muerte o la locura los frene.

       El filósofo me observa y piensa. Cada palabra o gesto son para él una revelación de preguntas sin respuesta que guarda de momento en un rincón de su cerebro para poder diseccionarlas a su gusto más tarde. Me escanea. Me cohíbe. Escruto con timidez sus ojos del color del infinito intentando percibir un leve rumor de sus reflexiones para poder alimentar mi propia curiosidad y también para saber en que momento debo aplicar mi escudo auto protector que hasta hoy creía tan eficaz ante los lectores del pensamiento, pero es en vano, porque intentar asomarme a la mente del filósofo es asomarme a la mía propia, que se cierra de golpe aterrada ante mis propios pensamientos reflejados en sus ojos, pensamientos sorprendentes que no quiero conocer. Instinto defensivo que solo pretende mantener intacta mi feliz simplicidad y mi cordura.



Para Alejandro, aprendiz de filósofo.