Vanidad. La virtud absoluta de todos y cada uno. Reconocemos nuestras vanidades en el espejo del otro pero pretendemos hacerlas nuestras, olvidando que somos el reflejo ajeno.

EL DÍA QUE DESPERTÉ Y TÚ YA NO ESTABAS




        Cuando despertamos por la mañana un día como otro cualquiera y nuestro momentáneo y feliz aturdimiento nos deja un instante de dicha hasta que los sentidos empiezan a trabajar enviando latigazos de órdenes al cuerpo. Ordenes por orden. Mi orden particular. Primero estiro todos mis contraídos miembros para ser consciente una milésima de segundo después que estoy completa, con brazos y piernas incluidos, y que todo sigue en su sitio tal y como lo dejé la noche anterior. Segundo, arqueo la espalda y me despego de las sábanas, sentándome lentamente en el borde de mi cama en un intento, a veces efectivo a veces no, de arrancar el motor y poner en funcionamiento los rodamientos y engranajes oxidados por el letargo de la noche. Tercero, y juro que es por este orden, otro latigazo, esta vez de plena consciencia de que mi maltrecho cerebro también sigue funcionando y que tiene memoria. Intacta. La memoria que duerme como el resto del cuerpo, pero una vez más, una mañana más, reaparece con fuerza y claridad martilleando mi cráneo con fotografías a todo color –hoy negro- y enviando una mano de hielo que baja por mi cuello, me atraviesa la tráquea y encuentra mi corazón para oprimirlo. Y ahí se queda, asfixiándome. Obligándome a querer hibernar quizá una semana más. No, sin quizá. Una semana más. Cuarto, mis cuerdas vocales se ponen en marcha y fabrican un minúsculo rumor que empieza siendo la mínima expresión de un sonido pero va creciendo y se transforma en una burbuja que se expande por mi garganta, llena mi boca, resbala por mis encías abriéndome los labios y estallando al exterior en forma de rugido: -¡¡¡Joder!!!
Ya.
Estoy despierta.
      Arrastro mis pies hasta el baño y mientras el torbellino de mi cabeza ordena por secciones los acontecimientos del día anterior maldigo la debilidad humana que obliga a algunos a terminar con su vida con la misma facilidad con la que yo estoy a punto de prepararme el desayuno. Es fácil, lógico y ¿tópico? caer en la cuestión del -¿por qué?- aun sospechando que jamás sabré la respuesta y aunque la mano de hielo me grite:-¡¿y a ti que te importa?!- no puedo evitar que las razones de una monstruosidad como ésta jueguen con mi curiosidad. Y con mi propia estupidez por estar triste por un muerto que no es nada mío. Yo quisiera decir que todo esto es sentimentalismo, y seguramente es lo que haré cuando salga a la calle y me pregunten –otra maravillosa condición humana que me fascina, la del disfraz-, pero aquí, en el refugio de mi casa, estoy desnuda de falsedades y me permito hablarme a mí misma con transparencia sabiendo que mi pena no es dolor por la persona muerta. No. Es egoísmo. Puro y duro. Egoísmo porque nunca ningún otro me hizo llorar de emoción al contemplar temporada tras temporada con la boca abierta sus creaciones, y jamás, ni una sola vez, me decepcionó. Egoísmo porque esas emociones han terminado con su muerte. Egoísmo porque ya se anticipa un vacío de sentimientos en mi futuro, sentimientos que nunca se repetirán. No quiero que eso ocurra en mi vida. No quiero que acabe ese despliegue de fantasía perfectamente acoplada a un patrón exquisito, a un corte excepcional del tejido que se ciñe al cuerpo de la mujer y le permite moverse libre. Dichosa. Extasiada. Porque ella sabe que únicamente en ese momento, sólo en ese pequeño espacio de tiempo es la única mujer bella sobre la superficie del mundo. Un momento brutalmente efímero. Lo que mide el largo de la pasarela. Pero para ella es suficiente. Para ella y para todos los que la contemplamos, admirándola, amándola por la maravilla de seda con brocados que envuelve su figura. Maravilla que nació de una mente que ya no existe pero que fue perversa, única y extraordinaria, entretejida con hilos de oro y bordada con la genialidad de lo imposible.
         Me miro en el espejo y contemplo con desesperación la maraña de mi pelo deshecho. Ha empezado un nuevo día. Y a éste lo seguirá otro más. Y como autómata que soy me cepillo los dientes, me encojo de hombros y sigo con mi vida. Aunque ahora se que me voy a sentir algo más sola que ayer. Abandonada por un desconocido que daba sentido a ese circo artificial y caótico que es la moda. Una parte de lo que yo soy.