Vanidad. La virtud absoluta de todos y cada uno. Reconocemos nuestras vanidades en el espejo del otro pero pretendemos hacerlas nuestras, olvidando que somos el reflejo ajeno.

ISABEL

   

     Isabel era tremenda. Era ese tipo de mujer que cuando entraba en una habitación llena de gente todos se giraban para mirarla. Sobresalía de las demás. Los hombres la miraban con deseo y las mujeres con desconcierto y un poco de envidia. Nunca fue una belleza de esas que quitan el hipo, para nada. Tampoco era fea. Simplemente correcta. Grado medio. No gozaba de ningún rasgo fuertemente marcado que llamara la atención como unos ojos rasgados o una boca grande y llena. Era delgada y pequeña, llevaba el pelo corto a lo chico y fumaba mucho. A mí me gustaba mirarla y me divertía el efecto que causaba en los demás. Sus movimientos eran graciosos y ágiles, a veces un tanto majestuosos con pequeños gestos de altanería que compensaban su metabolismo sutil y delicado. Su figura se deslizaba de un lado a otro como si volara, dejando que la tela de su vestido flotara detrás de ella. Tenía una conversación ingeniosa y su risa era sincera y traviesa. Cuando hablaba conmigo me miraba fijamente a los ojos y sus expresiones me decían que podía ver dentro de ellos. Demandaba franqueza en cada gesto y en cada palabra y yo se los ofrecía sin dudar, totalmente fascinada por el hechizo de su persona. A veces, mientras me hablaba, tocaba mi pelo o me cogía de la mano. Toda su actitud era encantadora y si alguna vez en toda mi vida tuve un pequeño asomo de instintos lésbicos, fueron por ella. Vivía en Toulouse y estaba casada con un hombre que la maltrataba. Yo la veía en verano, en la playa, cuando venía a visitar a su madre. Dábamos largos paseos al atardecer y a veces íbamos al cine. Me contaba historias de sus viajes, de su casa y de sus amigos. Se reía de su desgracia y era optimista en todos y cada uno de sus pensamientos. Siempre me decía: en la vida, nada es para tanto. Pasó algún tiempo y su madré murió. Isabel ya no volvió el verano siguiente. Ni al otro. Jamás la he vuelto a ver. Han pasado veinte años y todavía me pregunto si es posible dejar de echar de menos a alguien como ella.