Vanidad. La virtud absoluta de todos y cada uno. Reconocemos nuestras vanidades en el espejo del otro pero pretendemos hacerlas nuestras, olvidando que somos el reflejo ajeno.

EL FRAUDE


   El hecho de asistir a una ópera implica varios factores de consideración, no es como ir al cine o a un concierto cualquiera. Este género exige la entrega total de los sentidos, tu mente completamente volcada en el escenario, olvidando todo lo que te rodea. Ni siquiera eres consciente de tu propia presencia. Algo complicado de conseguir, la verdad, y más cuando la persona que lo intenta se despista con mucha facilidad, como yo por ejemplo, aunque ahora sé que esa concentración no es innata: se aprende y se consigue con el tiempo. Es una sensación real del abandono físico, como si el entendimiento volara por un lado y tu cuerpo desahuciado se quedara clavado en el asiento, inerte. El mundo entero desaparece y sólo quedan voz, música y escena. Te diluyes con ellos dejando que el compás te meza enlazando un aria tras otra con un hilo tan fino y delicado que un suspiro a destiempo podría romperlo. Esa es la única manera, por lo menos la mía, la que he fabricado a mi medida para poder valorar y disfrutar de la ópera en todo su esplendor. Y al haber una entrega tan extraordinaria, siempre se corre el riesgo de quedarse hecho polvo cuando no ocurre lo esperado. Catástrofe. Tengo que decir que personalmente pocas veces me ha sucedido algo parecido, pero esas pocas, han sido espantosas. El éxtasis que se corta de golpe. Un fuerte bofetón que te despierta de un sueño placentero. Devastador.

   En el estreno de Carmen me ocurrió. Y estuve dos ó tres días de mal humor.


   Para que una ópera sea un éxito tienen que estar en perfecta armonía los tres grandes elementos principales: la voz, la orquesta y la escena. Si uno de ellos falla, ya te puedes ir a casa por donde has venido porque nada tendrá sentido y poco sacarás en claro. En esta ocasión, la maravillosa voz de Elina Garanca se vio algo aplacada por un director de orquesta que reclamaba protagonismo a toda costa. Y no soy quién para desmerecer la fantástica dirección del gran Zubin Mehta ni mucho menos, teniendo en cuenta que su batuta me ha emocionado en innumerables ocasiones, dándole vida propia a los instrumentos, deleitándome con melodías fantásticas y sonidos que no sabía ni que existían. Es un genio vivo y eso tengo que concedérselo. Pero como ya he dicho, la ópera es un juego en equipo, una compensación de todos los factores. El equilibrio. Y mi equilibrio oscilaba sin orden ni concierto en la cuerda floja por el esfuerzo que tuve que hacer en reunir los elementos necesarios para poder captar la voz apagada de ella y escuchar en paz. Pero lo más chocante fue la escena. Porque cuatro paneles mal dispuestos y peor iluminados no es precisamente mi idea de lo relevante. Ni por supuesto de una gran ópera. Y menos de Carmen, que pide a gritos color, fuego y movimiento. Digamos más bien de un teatrillo de barrio que está corto de presupuesto y planta en el escenario lo primero que encuentra sólo para tener algo de relleno. Terrible. Algo tan austero, plano y vulgar que dejó a la pobre Carmen sin la pasión que necesita para existir.
Y a mí con el desconcierto de una enorme decepción.